No entiende que cuando dice que está triste siento un hueco en el pecho que no me deja respirar. No es él, son todos. O son los dos. No puedo imaginármelos con lágrimas comiéndose sus caras. No puedo dejar de pensar en que no quiero que estés donde estás. Mucho menos quiero estar donde estoy. La arena movediza se escurre hasta mi cintura, yo quiero llorar, tú estás afuera, en otro pozo, tu pozo, en el que bien hundido estas.
Te falta el aire y no lo quieres aceptar, te gustaría estar en otro mundo, por lo menos uno en el que no exista ella, o en el que sólo estén los dos. Y yo... yo estoy caminando en un desierto, en el que la sed no es mi peor problema, en el que la arena en los ojos no me hace llorar, el encargado de ello eres tú.
Crees que no entiendo. Que soy un poco tonta, y talvez sí lo soy un poco, pero tú eres una de las causas por las que mi cabeza da vueltas, y no pienso bien. Y cuando quiero hablar, las palabras no me salen, se esconden cuando me gustaría tan sólo vomitarlas, como lo hace toda esa gente a la que le caería bien un disparo en medio de la frente, esa gente que no vale la pena conocer, esa puta gente a la que tu matarías como a una lata en un cerro.
Han sido tres años en los que ahora sientes que has flotado, que no ha existido ni un poco de aquella intensidad con la que semiraban. Han pasado tres años desde que volteaste la cara para mirarla a ella y a mí me dejaste atrás en el camino. Casi dos años de mi vida, fueron los mejores años de 20 que han pasado hace poco. Yo también dejé distintos ojos que aparecieron y que ahora no existen, y que ahora no me hablan y le dan besos a otras rubias cortinas.
Ha pasado tanto tiempo, yo siento que tengo 50 y que la vida se escapa de mis manos, no puedo sujetarla de manera que no se vaya volando, no puedo mantenerla cerca, y las oportunidades de enamorarme se acaban. Sólo puedo enamorarme de ti, que vendiste tu alma en un mercado de pulgas, y una mujer de 50 años la compró como quien compra un collar de oro con incrustaciones de diamantes. Ella tiene guantes, y un sombrero que le cubre la cara, no quiere verte, no quiere que la veas, pero tú lo has hecho desde hace tanto tiempo que su cara está gastado por tus ojos.
No me digas que estás triste, porque yo lo sé. O mejor dímelo y hazme desaparecer de tu tristeza si es lo que necesitas estos días. No me digas que juegue con tus sábanas si la verás a ella cada vez que cierres los ojos. No me hagas llorar, no me cojas la cara, ni me consueles cuando yo quiera estar en posición fetal, tapada hasta el torzo en una cama que no es mía. No me mates.